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1.23.2007

El treceavo año de Jesús. Continuación I

JESÚS EN JERUSALÉN continuación del 13vo año

NINGÚN episodio de la extraordinaria carrera terrenal de Jesús fue más conmovedor, más humanamente estremecedor, que esta su primera recordable visita a Jerusalén. El hecho de haber ido por su cuenta a presenciar las discusiones en el templo le resultó particularmente estimulante y se grabó en su memoria durante mucho tiempo como el acontecimiento más importante de su niñez y de su juventud. Fue ésta su primera oportunidad de disfrutar de unos pocos días de vida independiente, el regocijo de ir y venir sin sujeción ni restricciones. Este breve período de vivir a su antojo, durante la semana siguiente a la Pascua, representó la primera, total liberación de las obligaciones que hubiera disfrutado jamás. Muchos años habrían de transcurrir antes de que pudiera de igual manera liberarse, aunque fuera por un corto tiempo, de todo sentido de responsabilidad.

Las mujeres rara vez iban a Jerusalén para la Pascua, pues no era de rigor que hicieran acto de presencia. Sin embargo, Jesús virtualmente rehusó ir a menos que los acompañara su madre. Cuando ella finalmente decidió ir, muchas otras nazarenas se sintieron motivadas a emprender el viaje, de manera que la expedición pascual estuvo compuesta del mayor número de mujeres que jamás había ido de Nazaret a la celebración pascual —en relación con el número de hombres. Camino a Jerusalén, los viajeros entonaban por momentos el salmo ciento treinta.

Desde el momento en que salieron de Nazaret hasta que llegaron a la cima del Monte de los Olivos, Jesús sintió el apremio de una prolongada expectativa. En el transcurso de su alegre infancia había escuchado con reverencia las alusiones a Jerusalén y su templo; por fin podría contemplarlos con sus propios ojos. Desde el Monte de los Olivos, y más tarde desde afuera, al observarlo más de cerca, el templo era todo lo que él esperaba y más; pero al traspasar los sagrados pórticos, comenzó la gran desilusión.

En compañía de sus padres, Jesús atravesó los recintos del templo para reunirse con el grupo de nuevos hijos de la ley que estaban a punto de ser consagrados ciudadanos de Israel. Sintió el primer desencanto por el comportamiento general de las multitudes que llenaban el templo; pero la primera gran conmoción del día se produjo cuando su madre tuvo que dejarles para dirigirse al atrio de las mujeres. A Jesús nunca se le había ocurrido que su madre no le acompañaría en las ceremonias de consagración, y mucho le indignó que ella tuviese que sufrir tan injusta discriminación. Aunque estaba muy resentido por este hecho, nada dijo, excepto unas palabras de protesta a su padre. Pero mucho pensó y muy profundamente reflexionó, tal como lo demostrarían las preguntas que hizo a los escribas y maestros una semana después.

Participó en la ceremonia de la consagración, pero le decepcionó su naturaleza rutinaria, casi mecánica; echaba de menos ese interés personal que caracterizaba las ceremonias de la sinagoga de Nazaret. Luego de regresar para saludar a su madre, se preparó para acompañar a su padre en su primer recorrido del templo y de sus varios patios, atrios y corredores. Los recintos del templo podían dar cabida a más de doscientos mil creyentes a la vez, y aunque la vastedad de estos edificios —en comparación con cualquiera que hubiera visto nunca— causó una gran impresión en su mente, más le intrigaba la contemplación de la significación espiritual de las ceremonias del templo y el culto que con éstas se asociaba.

Aunque muchos de los rituales del templo conmovieron vivamente su sentido de lo bello y lo simbólico, la explicación del verdadero significado de estas ceremonias que le daban sus padres respondiendo a sus muchas preguntas curiosas le desilusionaba una y otra vez. Jesús simplemente no podía aceptar las explicaciones de culto y devoción religiosa basadas en la idea de la ira de Dios o de la cólera del Todopoderoso. Después de la visita al templo, mientras seguían conversando sobre estos asuntos, su padre le insistía suavemente que se aviniera a aceptar las creencias ortodoxas judías; Jesús se volvió repentinamente hacia sus padres y, fijando la mirada llena de fervor en los ojos de su padre, le dijo: «Padre, no puede ser verdad —no es posible que el Padre celestial considere de este modo a sus hijos descarriados en la tierra. No es posible que el Padre celestial ame menos a sus hijos de lo que tú me amas a mí. Yo bien sé que tú nunca darías rienda suelta a tu cólera, derramando tu ira sobre mi cabeza, sean cuales fueran las necedades que yo pudiera cometer. Si tú, mi padre terrenal, posees ese reflejo humano de lo Divino, cuánto más lleno de bondad y rebosante de misericordia deberá ser el Padre celestial. Me niego a creer que mi Padre que está en los cielos me ame menos que mi padre que está en la tierra».

Al oír José y María estas palabras de su hijo primogénito, guardaron silencio. De allí en adelante no trataron nunca más de cambiar sus ideas sobre el amor de Dios y la misericordia del Padre celestial.

JESÚS VISITA EL TEMPLO
Al recorrer los patios del templo, se encontró Jesús por doquier con un espíritu de irreverencia que le llenó el corazón de disgusto y pesadumbre. Juzgaba que la conducta de las multitudes no armonizaba con el hecho de que estaban presentes en «la casa de su Padre». Pero su joven corazón se estremeció particularmente al conducirle su padre al patio de los gentiles donde se topó con la jerga ruidosa de las masas que gritaban y maldecían en voz alta, mezclada indiscriminadamente con el balido de las ovejas y la cháchara que traicionaba la presencia de los cambistas y de los vendedores que pregonaban animales sacrificiales y otras mercancías.

Pero por sobre todo su sentido de la decencia se sublevaba a la vista de las frívolas cortesanas que deambulaban dentro del recinto del templo, mujeres pintarrajeadas como las que había visto recientemente en su visita a Séforis. Esta profanación del templo suscitó su plena indignación juvenil, que no titubeó en expresar libremente a José.
Jesús admiraba el concepto y el oficio del templo, pero le acongojaba la fealdad espiritual que descubría en el rostro de tantos adoradores desconsiderados.
De allí descendieron al patio de los sacerdotes bajo el saliente rocoso que se encontraba en el frente del templo, donde se levantaba el altar, para observar la matanza de las manadas de animales y la lavada de la sangre de las manos, en la fuente de bronce, de los sacerdotes que oficiaban la masacre. El piso manchado de sangre, las manos ensangrentadas de los sacerdotes y el balido de los animales agonizantes era más de lo que podía soportar este muchacho amante de la naturaleza. El terrible espectáculo descompuso al joven nazareno, aferrando la mano de su padre le imploró que se lo llevara de allí. Regresaron cruzando el patio de los gentiles, y las risas groseras y las bromas profanas de la multitud le parecieron más soportables que lo que acababa de presenciar.

Al ver José de qué manera habían afectado a su hijo los ritos del templo, prudentemente lo llevó a ver «la hermosa puerta», la artística puerta de bronce corintio. Pero Jesús ya había visto bastante para esta primera visita al templo. Regresaron pues al patio superior en busca de María y salieron a caminar al aire libre, distanciándose por una hora de la multitud; contemplaron el palacio asmoneo, la imponente residencia de Herodes, y la torre de los guardias romanos. Durante este paseo José explicó a Jesús que sólo los habitantes de Jerusalén podían presenciar los sacrificios diarios en el templo, y que los galileos tan sólo concurrían al templo tres veces por año para participar de las ceremonias: en la Pascua, en la fiesta de Pentecostés (siete semanas después de Pascua), y en octubre para la fiesta de los tabernáculos. Estos festivales habían sido establecidos por Moisés. Hablaron también de las dos fiestas establecidas con posterioridad: la de la dedicación y la de Purim. Después regresaron a su albergue y se prepararon para la celebración de la Pascua.
JESÚS Y LA PASCUA
Cinco familias de Nazaret habían sido invitadas por la familia de Simón de Betania para celebrar la Pascua. Simón había comprado el cordero pascual para compartirlo con sus invitados. El sacrificio de un número tan enorme de estos corderos es lo que tanto había afectado a Jesús en su visita al templo. José y María habían pensado festejar la Pascua con los parientes de María, pero Jesús persuadió a sus padres que aceptaran la invitación de ir a Betania.

Esa noche se reunieron para los ritos de la Pascua, comiendo la carne asada con pan ázimo e hierbas amargas. Se le pidió a Jesús, como novel hijo del pacto, que relatara la historia del origen de la Pascua; así lo hizo pues, desconcertando sin embargo un poco a sus padres con comentarios que reflejaban suavemente las impresiones captadas por su mente joven, pero lúcida, de lo mucho que tan recientemente había visto y oído. Esta cena marcó el comienzo de los siete días de ceremonias de la fiesta pascual.
Ya en esta parte de su vida, aunque nada dijo a sus padres sobre estos asuntos, Jesús había comenzado a darle vueltas en la cabeza a la idea de celebrar la Pascua sin el cordero sacrificado. Estaba plenamente seguro de que el Padre celestial no se complacía con este espectáculo de ofrendas sacrificatorias y, con el paso de los años, estaba cada vez más determinado de que algún día establecería una celebración incruenta de la Pascua.

Esa noche Jesús durmió muy poco. Su descanso se vio gravemente turbado por horribles pesadillas de matanzas y sufrimientos. Su mente estaba perturbada y su corazón torturado por los elementos contradictorios y absurdos que descubría en la teología de todo el sistema ceremonial judío. Sus padres tampoco pudieron dormir. Estaban muy desconcertados por los acontecimientos del día que acababa de terminar. El corazón y la mente de ellos estaban perturbados por la actitud, según ellos, extraña y empecinada del mancebo. María pasó la primera mitad de la noche en gran agitación mientras José se mantenía calmo, aunque estaba igualmente perplejo. No se atrevían a encarar francamente estos problemas con el joven, aunque Jesús hubiera conversado libremente con sus padres si éstos se hubiesen atrevido a alentarlo.
Al día siguiente las ceremonias en el templo fueron más aceptables para Jesús, borrando en parte los recuerdos desagradables del día anterior. A la mañana siguiente el joven Lázaro se hizo cargo de Jesús; juntos emprendieron una exploración sistemática de Jerusalén y sus alrededores. Antes de que acabara el día, Jesús ya había descubierto los varios sitios, alrededor del templo, en los que se daban cursos y conferencias de enseñanza y se respondía a las preguntas de los asistentes; de allí en adelante, aparte de unas cuantas visitas al santo de los santos para contemplar el velo de separación, preguntándose qué era lo que realmente se ocultaba tras el mismo, Jesús pasó la mayor parte de su tiempo en torno al templo asistiendo a dichas conferencias docentes.

Durante toda la semana de Pascua, Jesús ocupó su lugar entre los nuevos hijos de los mandamientos, o sea debía sentarse fuera de la baranda divisoria que separaba a los que no disfrutaban de la plena ciudadanía de Israel. Habiéndosele así recordado su juventud, se abstuvo pues Jesús de hacer las muchas preguntas que acudían una y otra vez a su mente; por lo menos, se abstuvo hasta que concluyera la celebración de la Pascua y se levantaran las restricciones impuestas sobre los jóvenes recién consagrados.

El miércoles de la semana de Pascua, le permitieron a Jesús ir a la casa de Lázaro para pasar la noche en Betania. Esa noche escucharon Lázaro, Marta y María las palabras de Jesús sobre asuntos temporales y eternos, humanos y divinos, y desde aquella noche los tres lo amaron como si hubiera sido su propio hermano.
Para el fin de la semana, Jesús vio menos a Lázaro puesto que éste no tenía derecho a entrar ni siquiera en el círculo exterior de las discusiones del templo, aunque asistía a algunas de las charlas públicas dictadas en los patios externos. Lázaro tenía la misma edad que Jesús, pero en Jerusalén los jóvenes rara vez eran admitidos a la consagración de los hijos de la ley antes de cumplir los trece años de edad.
Una y otra vez, durante la semana pascual, los padres de Jesús lo encontraban sentado a solas, con su cabeza joven entre las manos, profundamente pensativo. Nunca lo habían visto comportarse de este modo y, desconociendo cuán confundido de mente y cuán atribulado de espíritu estaba, debido a la experiencia por la que atravesaba, estaban dolorosamente perplejos, sin saber qué hacer. No veían la hora de que pasara la semana de Pascua, ansiando volver a la calma de Nazaret con este hijo que actuaba de manera tan extraña.
Día a día Jesús se debatía entre estos problemas. Para el fin de la semana ya había hecho muchos ajustamientos; pero cuando llegó la hora de regresar a Nazaret, su mente juvenil aún estaba repleta de perplejidad y acosada por cientos de preguntas sin respuesta y de problemas sin solución.

José y María, antes de partir de Jerusalén, en compañía del maestro nazareno de Jesús, habían tomado medidas definidas para que Jesús regresara a Jerusalén cuando cumpliera los quince años con el propósito de comenzar un prolongado curso de estudios en una de las más renombradas academias rabínicas. Jesús visitó la academia en compañía de sus padres y su maestro, pero todos ellos estaban afligidos al ver cuán indiferente parecía Jesús a todo lo que decían y hacían. María estaba profundamente dolida por la reacción de Jesús a la visita a Jerusalén, mientras que José estaba profundamente perplejo por los extraños comentarios y la sorprendente conducta del muchacho.

Después de todo, la semana de Pascua había sido un acontecimiento imponente en la vida de Jesús. Tuvo la oportunidad de conocer a decenas de muchachos de su misma edad, candidatos a la consagración como él, y aprovechó la ocasión para aprender cómo vivía la gente en Mesopotamia, Turquestán, Partia y en las provincias más occidentales del Imperio Romano. Ya él conocía bastante bien el modo de vida de los jóvenes egipcios y el de otras regiones próximas a Palestina. Había miles de jóvenes en Jerusalén en ese momento, y el adolescente de Nazaret conoció personalmente, y entrevistó más o menos extensamente, a más de ciento cincuenta. Le interesaban en particular los que provenían del Lejano Oriente y de los remotos países del Occidente. Como resultado de estos intercambios, el joven comenzó a abrigar el deseo de viajar por el mundo con el fin de aprender cómo se ganaban la vida los diversos grupos de sus semejantes.