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Mensajes externos de procedencia interna del Universo..

Nombre: RA
Ubicación: Orv.7, Neb, Sat.606, Ura.

9.04.2007

Las primeras grandes decisiones del maestro.



LA PRIMERA GRAN DECISIÓN


Al tercer día después de comenzar esta conferencia consigo mismo y con su Ajustador Personalizado, se le presentó a Jesús la visión de las huestes celestiales de Nebadon reunidas y enviadas por sus comandantes para aguardar la voluntad de su amado Soberano. Esta hueste poderosa abarcaba doce legiones de serafines y un número proporcional de cada una de las órdenes de inteligencia universal. La primera gran decisión de Jesús en su retiro consistió en determinar si haría uso o no de estas personalidades poderosas en relación con el próximo programa de su obra pública en Urantia.

Jesús decidió que no utilizaría ni una sola personalidad de esta vasta asamblea a menos que resultara evidente que el uso era la voluntad de su Padre. A pesar de esta decisión general, estas vastas huestes permanecieron con él por el resto de su vida terrenal, siempre listas para obedecer la menor expresión de la voluntad de su Soberano. Aunque Jesús no contemplaba constantemente con sus ojos humanos a estas personalidades asistentes, su Ajustador Personalizado asociado las veía constantemente y podía comunicarse con ellas en todo momento.

Antes de descender de su retiro de cuarenta días en las montañas, Jesús asignó el mando inmediato de estas huestes de personalidades universales asistentes a su Ajustador recientemente Personalizado, y por más de cuatro años, medidos en tiempo de Urantia, estas personalidades seleccionadas de todas las divisiones de las inteligencias universales, obediente y respetuosamente funcionaron bajo la prudente dirección de este exaltado y experto Monitor Misterioso Personalizado. Al asumir el mando de esta poderosa asamblea, el Ajustador, siendo a la vez parte y esencia del Padre del Paraíso, aseguró a Jesús que estas agencias sobrehumanas no serían permitidas servirle, manifestarse, o actuar en favor de su carrera terrenal, a menos que ocurriese que dicha intervención fuera la voluntad del Padre. Así pues, en virtud de una gran decisión, se privó Jesús voluntariamente de toda cooperación sobrehumana en todos los asuntos que tuvieran que ver con el resto de su carrera mortal, a menos que el Padre eligiese independientemente participar en un determinado acto o episodio de la obra terrenal del Hijo.

Al aceptar el mando de las huestes universales que servían a Cristo Micael, el Ajustador Personalizado insistió en señalar a Jesús que, si bien sería posible limitar en el espacio las actividades de esa asamblea de criaturas universales mediante la autoridad delegada de su Creador, tales limitaciones no se aplicaban en relación con su función en el tiempo. Esta limitación se debía al hecho de que los Ajustadores, una vez que han sido personalizados, son seres sin tiempo. Por consiguiente se le advirtió a Jesús que, aunque el control del Ajustador sobre las inteligencias vivas colocadas bajo su mando sería completo y perfecto en todos los asuntos relacionados con el espacio, no podrían imponerse tales limitaciones perfectas en los asuntos relacionados con el tiempo. Dijo el Ajustador: «Impediré, tal como tú me lo has ordenado, la intervención de estas huestes de inteligencias universales servidoras en todo aspecto que se relacione con tu carrera terrenal, excepto en aquellos casos en los que el Padre del Paraíso me instruya que exima a tales agencias de la prohibición a fin de que se cumpla su voluntad divina a la que tú has elegido someterte, y en aquellos casos en los que tú puedas emprender una elección o acción de tu voluntad divina-humana que tan sólo implique desviaciones del orden terrestre natural relacionadas con el tiempo. En todos los eventos de esta índole, soy impotente, y tus criaturas aquí reunidas en perfección y unidad de poder son del mismo modo impotentes. Si tus naturalezas unidas abrigan en algún momento tales deseos, estos mandatos de tu elección serán inmediatamente ejecutados. Tu deseo en todos esos asuntos constituirá la condensación del tiempo, y la cosa proyectada es existente. Bajo mi autoridad esto constituye la limitación más plena posible que pueda imponerse a tu soberanía potencial. En mi autoconciencia, el tiempo es no existente, por lo tanto no puedo limitar a tus criaturas en ningún asunto relacionado con el tiempo».

Así llegó Jesús a enterarse de cómo se manifestaría su decisión de seguir viviendo como hombre entre los hombres. En virtud de una única decisión había él excluido a todas sus huestes asistentes universales de variadas inteligencias de la participación en su próximo ministerio público, excepto en asuntos relacionados exclusivamente con el tiempo. Se hace pues evidente que todo posible acompañamiento sobrenatural o supuestamente sobrehumano del ministerio de Jesús pertenecería exclusivamente a la eliminación del tiempo, a menos que el Padre celestial dictaminara específicamente lo contrario. Ningún milagro, ministerio de misericordia, ni ningún otro evento posible que ocurriera en relación con lo que quedaba por hacer de la obra terrenal de Jesús podía ser de la naturaleza o carácter de una acción que trascendiera las leyes naturales establecidas y regularmente funcionales en los asuntos del hombre en su vida en Urantia, excepto en este asunto expresamente definido del tiempo. Por supuesto, ningún límite podía ser impuesto a las manifestaciones de «la voluntad del Padre». La eliminación del tiempo en relación con el deseo expreso de este Soberano potencial de un universo, sólo podía evitarse por la acción directa y explícita de la voluntad de este Dios-hombre en el sentido de que el tiempo, en la medida en que se relacionara con la acción o evento específico, no debía ser acortado o eliminado. A fin de prevenir la ocurrencia de milagros temporales aparentes, fue menester que Jesús permaneciera constantemente consciente del tiempo. Un lapso suyo de la conciencia del tiempo, en conexión con la consideración de un deseo definido, era equivalente al efectuar la cosa concebida en la mente de este Hijo Creador, sin la intervención del tiempo.

Gracias al control supervisor de su Ajustador asociado y Personalizado, era posible para Micael, limitar perfectamente sus actividades personales en la tierra en lo que se refería al espacio, pero no era posible para el Hijo del Hombre, limitar de la misma manera su nueva situación en la tierra como Soberano potencial de Nebadon en lo que se refería al tiempo. Y éste era el estado real de Jesús de Nazaret cuando salió para comenzar su ministerio público en Urantia.


LA SEGUNDA DECISIÓN

Habiendo aclarado su línea de conducta en relación con todas las personalidades de todas las clases de las inteligencias por él creadas, hasta donde se la pudiera determinar en vista del potencial inherente a su nuevo estado de divinidad, Jesús dirigió sus pensamientos sobre sí mismo. ¿Qué podía él, ahora plenamente consciente de que era el creador de todas las cosas y de todos los seres existentes de este universo, hacer con estas prerrogativas creadoras en las situaciones recurrentes de la vida con que se enfrentaría inmediatamente al regresar a Galilea para reanudar su obra entre los hombres? En efecto, ya, allí mismo donde se hallaba en estas colinas solitarias, se le había presentado a la fuerza este problema en cuanto a conseguir comida. Al tercer día de sus meditaciones solitarias, el cuerpo humano sintió hambre. ¿Debía acaso ir en busca de alimento como cualquier común mortal, o bien ejercer simplemente sus poderes normales creadores, y producir allí donde se encontraba alimento apropiado para nutrir su cuerpo? Esta gran decisión del Maestro os ha sido descrita como una tentación —como un reto de supuestos enemigos, desafiándolo a que «mandara que estas piedras se convirtieran en panes».

Así pues estableció Jesús otra línea de conducta uniforme para el resto de su obra terrenal. En lo que se referiría a sus necesidades personales, y en general, aun en sus relaciones con otras personalidades, eligió deliberadamente, en ese momento, seguir la senda de la existencia terrenal normal; se decidió firmemente en contra de una línea de conducta que trascendiera, violara, o alterara las leyes naturales por él establecidas. Pero no podía prometerse a sí mismo, tal como ya le había advertido su Ajustador Personalizado, que estas leyes naturales no pudieran, bajo ciertas circunstancias concebibles, resultar considerablemente aceleradas. En principio, Jesús decidió que la obra de su vida se organizaría y procedería en conformidad con la ley natural y en armonía con la organización social existente. El Maestro eligió por ende un programa de vida que equivalía a una decisión en contra de milagros y prodigios. Una vez más se pronunció a favor de «la voluntad del Padre»; una vez más puso todas las cosas en las manos de su Padre del Paraíso.

La naturaleza humana de Jesús dictaminaba que el primer deber era la autopreservación; ésa es la actitud normal del hombre natural en los mundos del tiempo y del espacio, y es, por consiguiente, una reacción legítima de un mortal de Urantia. Pero las preocupaciones de Jesús no se limitaban tan sólo a este mundo y sus criaturas; estaba viviendo una vida destinada a la instrucción e inspiración de las muchas criaturas de un vastísimo universo.

Antes de su esclarecimiento bautismal había vivido en perfecta sumisión a la voluntad y orientación de su Padre celestial. Enfáticamente decidió continuar en esa misma implícita dependencia mortal de la voluntad del Padre. Se propuso seguir un curso no natural —decidió que no procuraría la autopreservación. Eligió continuar con su línea de conducta según la cual se negaba a defenderse. Expresó sus conclusiones en las palabras de las Escrituras conocidas a su mente humana: «No sólo de pan vivirá el hombre, mas de toda palabra que sale de la boca de Dios». Al llegar a esta conclusión sobre el apetito de la naturaleza física tal como se expresa en el hambre de alimento, el Hijo del Hombre hacía su declaración final sobre todos los demás instintos de la carne y los impulsos naturales de la naturaleza humana.

Tal vez podría usar su poder sobrehumano para ayudar a otros, pero para sí mismo, nunca. Y se mantuvo fiel a esta línea de conducta por siempre y hasta el fin, cuando de él se dijo con sarcasmo: «A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» —porque no lo quiso.

Los judíos esperaban a un Mesías que hiciera aun mayores maravillas que Moisés, de quien se decía que había hecho manar agua de la roca en el desierto y que también había alimentado con maná a sus antepasados en el desierto. Jesús conocía la clase de Mesías que esperaban sus compatriotas, y tenía todos los poderes y prerrogativas para equipararse con sus más ardientes esperanzas, pero decidió en contra de tan magnífico programa de poder y gloria. Jesús consideraba semejante curso de acciones milagrosas esperadas como un retroceso a los tiempos antiguos de magia ignorante y a las prácticas depravadas de los hechiceros salvajes. Quizás, para la salvación de sus criaturas, se aviniera a acelerar la ley natural, pero transgredir sus propias leyes, ya fuese para su propio beneficio o para deslumbrar a sus semejantes, eso no lo haría. Y la decisión del Maestro fue final.

Jesús se condolía de su pueblo; entendía plenamente cómo habían sido conducidos a esperar al Mesías venidero, cuando «la tierra producirá diez mil veces más frutos, y una vid tendrá mil pámpanos, y cada pámpano producirá mil racimos, y cada racimo producirá mil uvas, y cada uva producirá un barril de vino». Los judíos creían que el Mesías inauguraría una era de milagrosa abundancia. Durante mucho tiempo se nutrieron los hebreos de tradiciones de milagros y leyendas de prodigios.

No era él un Mesías que venía para multiplicar el pan y el vino. No venía para ministrar tan sólo las necesidades temporales; venía para revelar su Padre celestial a sus hijos terrenales, mientras trataba de conducir a estos hijos para que con él hicieran el esfuerzo sincero de vivir haciendo la voluntad del Padre celestial.

Con esta decisión, Jesús de Nazaret demostraba para un universo espectador, cuán tonto y pecaminoso es prostituir los talentos divinos y la capacidad dada por Dios para el engrandecimiento personal o para beneficio y gloria puramente egoístas. Había sido ése el pecado de Lucifer y Caligastia.Esta gran decisión de Jesús ilustra dramáticamente la verdad de que la satisfacción egoísta y la gratificación sensual, de por sí solas, no pueden dar la felicidad a los seres humanos evolutivos. Hay valores más elevados en la existencia mortal —maestría intelectual y avance espiritual— que trascienden de lejos la gratificación necesaria de los apetitos e impulsos puramente físicos del hombre. Las dotes naturales de talento y habilidad del hombre deberían aplicarse principalmente al desarrollo y ennoblecimiento de sus más elevados poderes de mente y espíritu.

Jesús revelaba así a las criaturas de su universo la técnica de un camino nuevo y mejor, los valores morales más elevados del vivir y las satisfacciones espirituales más profundas de la existencia humana evolucionaria en los mundos del espacio.

LA TERCERA DECISIÓN

Habiendo tomado pues sus decisiones sobre los asuntos relacionados con el alimento y la ministración física de las necesidades de su cuerpo material, el cuidado de su salud y de la salud de sus asociados, aún quedaban otros problemas por resolver. ¿Cuál sería su actitud al enfrentarse con situaciones de peligro personal? Decidió ejercer una vigilancia normal sobre su seguridad humana y tomar precauciones razonables para prevenir el fin prematuro de su carrera en la carne, pero decidió que se abstendría de toda intervención sobrehumana cuando sobreviniera la crisis de su vida en la carne. Al tomar esta decisión, estaba Jesús sentado a la sombra de un árbol, sobre un saliente rocoso, y a sus pies se abría un precipicio. Se daba plena cuenta de que podía deslizarse del saliente y arrojarse al espacio, sin que nada le sucediera que lo lastimara, siempre y cuando revocara su primera gran decisión de no invocar la interposición de sus ayudantes celestiales en la continuación de su obra en Urantia, y siempre y cuando abrogara su segunda decisión respecto a su actitud hacia la autoconservación.

Jesús sabía que sus compatriotas esperaban un Mesías que estuviera por encima de la ley natural. Bien le habían enseñado esa Escritura que dice: «No te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra». ¿Se justificaría una presunción de esta índole, este desafío a las leyes de gravedad de su Padre, para protegerse de heridas o, acaso para ganar la confianza de su pueblo mal enseñado y desorientado? Pero este curso de acción, por más gratificante que fuera para los judíos a la espera de un signo, sería, no una revelación de su Padre, sino un dudoso juego con las leyes establecidas del universo de los universos.

Si entendéis todo esto y sabéis que el Maestro se negó a desafiar las leyes de la naturaleza por él establecidas en cuanto a lo que se refiriera a su conducta personal, sabéis con certidumbre que él nunca caminó sobre las aguas ni hizo ninguna otra cosa que constituyera un insulto a su orden material de administrar el mundo; pero,

por supuesto, recordad siempre que aún no se había encontrado la manera de librarlo completamente de la falta de control sobre el elemento de tiempo en conexión con los asuntos encomendados a la jurisdicción del Ajustador Personalizado.

Durante toda su vida terrenal Jesús fue constantemente fiel a esta decisión. Aunque los fariseos lo provocaron pidiéndole un signo, o aunque los espectadores en el Calvario le desafiaron a que descendiera de la cruz, se adhirió firmemente a la decisión que en esa hora tomó en la montaña.

LA CUARTA DECISIÓN

El gran problema siguiente con que hubo de luchar este Dios-hombre y que decidió en definitiva de acuerdo con la voluntad del Padre celestial, consistía en si debía o no emplear alguno de sus poderes sobrehumanos para atraer la atención y ganar la adhesión de sus semejantes. ¿Debía él, en algún grado o manera, prestar sus poderes universales para la gratificación del ansia de los judíos por lo espectacular y lo maravilloso? Decidió que no. Se decidió por una línea de conducta que eliminaba todas esas prácticas como método de llevar su misión a la atención de los hombres. Cumplió constantemente con esta gran decisión. Incluso cuando permitió la manifestación de numerosas ministraciones de misericordia acortadoras del tiempo, casi invariablemente amonestaba a los que recibían su ministerio curativo para que nada dijeran a ningún hombre sobre los beneficios que habían recibido. Siempre rechazó el reto burlón de sus enemigos que le desafiaban a «darnos un signo» como prueba y demostración de su divinidad.

Jesús sabiamente vio que hacer milagros y ejecutar prodigios tan sólo atraería una lealtad superficial en intimidar la mente material. Tales acciones no revelarían a Dios ni salvarían a los hombres. Se negó a ser simplemente un hacedor de milagros. Resolvió que se ocuparía de una sola tarea: el establecimiento del reino del cielo.

Durante todo este diálogo monumental de Jesús consigo mismo, siempre estaba presente el elemento humano que preguntaba y casi dudaba, porque Jesús era hombre a la vez que Dios. Era evidente que nunca sería recibido por los judíos como el Mesías si no hacía prodigios. Además, si consentía en hacer tan sólo una cosa no natural, la mente humana sabría con certidumbre que estaba sometida a una mente verdaderamente divina. ¿Estaba de acuerdo con «la voluntad del Padre» que la mente divina hiciera esa concesión a la naturaleza incrédula de la mente humana? Jesús decidió que no, y citó la presencia del Ajustador Personalizado como prueba suficiente de la divinidad asociada con la humanidad.

Jesús había viajado mucho; recordaba Roma, Alejandría y Damasco. Conocía las maneras del mundo —sabía cómo obtenían sus propósitos los hombres en la política y en el comercio por medio de compromisos y diplomacia. ¿Utilizaría él este conocimiento en la realización de su misión en la tierra? ¡No! También decidió contra todo compromiso con la sabiduría del mundo y la influencia de las riquezas en el establecimiento del reino. Nuevamente, eligió depender exclusivamente de la voluntad del Padre.

Jesús tenía plena conciencia de los atajos que se abrían para una personalidad con sus poderes. Conocía muchas maneras de atraer inmediatamente la atención de la nación y del mundo entero sobre su persona. Pronto se celebraría la Pascua en Jerusalén; la ciudad estaría llena de visitantes. Podía ascender al pináculo del templo y ante las multitudes asombradas andar en el aire; ése era el tipo de Mesías que la gente esperaba. Pero después los desilusionaría puesto que no había venido para volver a establecer el trono de David. Y conocía la futilidad del método de Caligastia de tratar de adelantarse al modo natural, lento y seguro de cumplir el propósito divino. Nuevamente se sometió el Hijo del Hombre obedientemente a los procedimientos del Padre, a la voluntad del Padre.

Jesús eligió establecer el reino del cielo en el corazón de la humanidad por métodos naturales, comunes, difíciles y esforzados, los mismos procedimientos que tendrían que seguir en el futuro sus hijos terrenales para ampliar y expandir ese reino celestial. Porque bien sabía el Hijo del Hombre que sería «a través de muchas tribulaciones que muchos de los hijos de todas las edades entrarían en el reino». Jesús estaba pasando ahora por la gran prueba del hombre civilizado, la de tener el poder y negarse continua y firmemente a utilizarlo para fines puramente egoístas o personales.

En vuestra consideración de la vida y experiencia del Hijo del Hombre, deberíais tener siempre presente el hecho de que el Hijo de Dios estaba encarnado en la mente de un ser humano del siglo primero, no en la mente de un mortal del siglo veinte ni de otro siglo. Con esto deseamos transmitiros la idea de que las dotes humanas de Jesús eran de adquisición natural. Él era el producto de factores hereditarios y ambientales de su época, sumados a la influencia de su crianza y educación. Su humanidad era genuina, natural, plenamente derivada y nutrida por los antecedentes de la condición intelectual real y de las condiciones económicas y sociales de ese día y de esa generación. Aunque en la experiencia de este Dios-hombre siempre existía la posibilidad de que la mente divina trascendiera el intelecto humano, sin embargo, siempre que funcionaba su mente humana, lo hacía como una auténtica mente mortal lo haría bajo las condiciones del ambiente humano de esa época.

Jesús ilustró para todos los mundos de su vasto universo la tontería de crear situaciones artificiales con el propósito de exhibir una autoridad arbitraria o de permitirse un poder excepcional para perfeccionar los valores morales o acelerar el progreso espiritual. Jesús decidió que no prestaría su misión en la tierra a una repetición de la desilusión del reinado de los Macabeos. Se negó a prostituir sus atributos divinos para adquirir una popularidad no merecida o para ganar prestigio político. No consentiría a la transmutación de la energía divina y creadora en poder nacional o en prestigio internacional. Jesús de Nazaret se negó a hacer compromisos con el mal, mucho menos a asociarse con el pecado. El Maestro colocó triunfalmente la fidelidad a la voluntad de su Padre por encima de toda otra consideración terrena y temporal.

LA QUINTA DECISIÓN

Habiendo establecido el criterio sobre lo que se refería a sus relaciones individuales con la ley natural y con el poder espiritual, dirigió su atención a la elección de los métodos que emplearía para proclamar y establecer el reino de Dios. Juan ya había comenzado este trabajo; ¿cómo podría continuar el mensaje? ¿Cómo podría él seguir con la misión de Juan? ¿Cómo debería organizar a sus seguidores para que el esfuerzo resultara eficaz y la cooperación, inteligente? Jesús ya estaba llegando a la decisión final que le prohibiría seguir considerándose el Mesías judío, por lo menos el Mesías tal como lo concebía la mente común de esa época.

Los judíos imaginaban un libertador que llegaría investido de poder milagroso para derribar a los enemigos de Israel y establecer a los judíos como gobernantes del mundo, libres de necesidades y opresión. Jesús sabía que esta esperanza no se materializaría jamás. Sabía que el reino del cielo tenía que ver con el derrocamiento del mal en el corazón de los hombres, y que era un asunto de interés puramente espiritual. Reflexionó sobre la conveniencia de inaugurar el reino espiritual con un despliegue brillante y estremecedor de poder —cosa que era permisible y que estaba totalmente dentro de la jurisdicción de Micael— pero decidió en contra de dicho plan. No quería comprometerse con las técnicas revolucionarias de Caligastia. En potencial ya había ganado el mundo sometiéndose a la voluntad de su Padre, y se proponía terminar su obra como la había empezado, como el Hijo del Hombre.

¡Es casi imposible para vosotros imaginar qué habría sucedido en Urantia si este Dios-hombre, ahora en posesión potencial de todo el poder del cielo y de la tierra, hubiera decidido desplegar el estandarte de la soberanía, e invocar en formación militar a sus batallones de hacedores de maravillas! Pero no se avenía a tal cosa. No estaba dispuesto a ponerse al servicio del mal para que, según es de suponer, triunfara el culto de Dios. Acataba tan sólo la voluntad del Padre. Proclamaría a todo un universo espectador: «Adoraréis al Señor vuestro Dios y a él sólo serviréis».

A medida que pasaban los días, Jesús percibía con claridad cada vez mayor qué clase de revelador de la verdad sería él. Discernía que el camino de Dios no iba a ser el camino fácil. Comenzaba a darse cuenta que posiblemente el resto de su experiencia humana sería un amargo cáliz pero igual bebería de él.

Aun su mente humana se está despidiendo del trono de David. Paso a paso esta mente humana sigue la senda de lo divino. La mente humana aún hace preguntas pero infaliblemente acepta las respuestas divinas como dictámenes finales en esta vida conjunta de vivir como un hombre en el mundo mientras todo el tiempo someterse incondicionalmente a hacer la voluntad eterna y divina del Padre.

Roma era el ama del mundo occidental. El Hijo del Hombre, ahora en su aislamiento, elaborando estas decisiones importantísimas, con las huestes del cielo a su disposición, representaba la última oportunidad del pueblo judío para ganar señorío mundial; pero este judío que había nacido en la tierra, dotado de tan extraordinaria sabiduría y poder, se negó a usar sus dotes universales tanto para su propio engrandecimiento como para la entronización de su pueblo. El veía, por decirlo así, «los reinos de este mundo» y poseía el poder para apoderarse de ellos. Los Altísimos de Edentia le habían entregado estos poderes en las manos, pero no los quería. Los reinos de la tierra eran cosas mezquinas, indignas del interés del Creador y Gobernante de un universo. Uno solo era su propósito: la ulterior revelación de Dios al hombre, el establecimiento del reino, la soberanía del Padre celestial en el corazón de la humanidad.

La idea de batalla, contienda y matanza repugnaba a Jesús; nada de eso quería él. Aparecería en la tierra como el Príncipe de Paz para revelar al Dios del amor. Antes de su bautismo, había rechazado nuevamente una oferta de los zelotes para encabezar su rebelión contra los opresores romanos. Ahora pues tomaba su decisión final sobre las Escrituras que su madre le había enseñado, que decían entre otras cosas: «El Señor me ha dicho: `Mi Hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia los paganos y como posesión tuya las partes más remotas de la tierra. Los quebrantarás con una vara de hierro; como vasija de alfarero los despedazarás'».

Jesús de Nazaret llegó a la conclusión de que tales pronunciamientos no se referían a él. Por último y finalmente la mente humana del Hijo del Hombre se despojó de todas estas dificultades y contradicciones mesiánicas —las escrituras hebreas, las enseñanzas paternas y las del chazán, las expectativas de los judíos y los ambiciosos anhelos humanos; de una vez por todas decidió su curso de acción. Regresaría a Galilea y comenzaría calladamente la proclamación del reino, confiando en su Padre (el Ajustador Personalizado) para todos los detalles de procedimiento día a día.

Con estas decisiones estableció Jesús un digno ejemplo para todos los seres de todos los mundos de un vasto universo, al negarse a aplicar pruebas materiales a la verificación de los problemas espirituales, al negarse al desafío presuntuoso de las leyes naturales. Y dio un ejemplo inspirador de lealtad universal y de nobleza moral al negarse a tomar el poder temporal como preludio de la gloria espiritual.

Si el Hijo del Hombre abrigaba alguna duda respecto de su misión y de la naturaleza de ésta al ascender la montaña después de su bautismo, ya no le cabía duda alguna al descender al seno de sus semejantes después de los cuarenta días de aislamiento y de decisiones.

Jesús ha elaborado un programa para el establecimiento del reino del Padre. No habrá de dedicarse a la gratificación física de la gente. No distribuirá pan a las multitudes como viera hacer tan recientemente en Roma. No atraerá la atención haciendo prodigios, a pesar de que los judíos esperan a un libertador de precisamente esta índole. Tampoco intentará ganar la aceptación de un mensaje espiritual mediante una exhibición de autoridad política o de poder temporal.

Al rechazar estos métodos de embellecimiento del reino venidero ante los ojos esperanzados de los judíos, Jesús se aseguró de que estos mismos judíos rechazaran certera y finalmente su derecho a la autoridad y la divinidad. Conociendo todo esto, Jesús durante mucho tiempo trató de evitar que sus primeros seguidores se refirieran a él con el nombre de Mesías.

A través de su entero ministerio público hubo de enfrentarse constantemente con la necesidad de tratar con tres situaciones recurrentes: el clamor de los hambrientos, la insistente demanda de milagros, y la solicitud final de los que lo seguían que les permitieran coronarlo rey. Pero Jesús no se apartó jamás de las decisiones que tomó durante estos días de aislamiento en las colinas de Perea.

LA SEXTA DECISIÓN

El último día de este memorable retiro, antes de comenzar el descenso del monte para reunirse con Juan y sus discípulos, el Hijo del Hombre tomó su decisión final. Así, con estas palabras comunicó esta decisión al Ajustador Personalizado: «Y en todos los demás asuntos, así como en estas decisiones ya registradas, te prometo que me someteré a la voluntad de mi Padre». Cuando así hubo hablado comenzó el descenso de la montaña. Y su faz resplandecía con la gloria de la victoria espiritual y del triunfo moral.